Después de que los medios de comunicación dedicáramos un gran despliegue a la revolución ocurrida en Túnez, donde un movimiento de libertad logró derrocar al dictador que permanecía en el poder desde hacía varios lustros, ahora no hay tanto entusiasmo en reflejar las incidencias que se están produciendo y en hacer reflexiones sobre las consecuencias entonces al parecer imprevistas y las soluciones poco agradables.
La situación en estos momentos tiene características dramáticas, aunque al parecer ahora no posee el suficiente glamour como para que los internautas que corrieron a las plazas para hacerse fotos y luego precipitarse a colgarlas en Facebook y solicitar para sí el mérito de una acción que en verdad protagonizaban y se jugaban la vida en movimientos y grupos sociales y políticos en la calle. Ahora, esos autoproclamado héroes “de papel”, parafraseando a Mao, han desaparecido.
Túnez ha colapsado en una de sus principales fuentes de ingreso para la población, como es el turismo, y en las últimas semanas han sido decenas de miles las personas que se han lanzado al mar para alcanzar las costas europeas, especialmente las italianas, donde el Gobierno de Silvio Berlusconi ha decidido conceder más de veinte mil permisos de residencia temporal a otros tantos emigrantes, tunecinos y libios, y reclama que otros países europeos los acojan.
Canarias, que observa la situación desde una relativa distancia, tiene conexiones con el asunto aunque sea de manera colateral. Una parte de la reactivación económica última en las Islas -y en mayor medida en otros lugares españoles mediterráneos- ha estado en la caída de Túnez y de otros países árabes como destino para clientes europeos. Aunque sea duro decirlo, nos beneficiamos turísticamente de lo mal que le va a ellos, pero, a su vez, a la vista de lo que está sucedido, es evidente que este estado de cosas será bueno en lo particular para nosotros, pero malo en general para casi todos. Y en ese contexto es lógico desear que el ambiente en Túnez y en otros países vuelva a la normalidad, lo que implica que retorne allí el turismo como fuente de ingreso que evite la necesidad de emigrar de los tunecinos.
Pero no podemos negar que hay un sentimiento dual que se mueve en la hipocresía y el egoísmo de mirar hacia otro lado al adoptar algún compromiso, ya que en el fuero interior muchos tal vez considerarán que el problema “es de otros”, de los italianos -y de Francia, adonde acuden muchos de estos refugiados desde Italia-, olvidando o no queriendo recordar que nosotros también padecimos oleadas iguales y entonces proclamábamos que los flujos migratorios no se controlarán mientras no se desarrolle en los países africanos una política que les permita poder quedarse allí.
Es una interesante contradicción la nuestra, entre economía y moral, tan simple y, a la vez, paradójicamente, tan compleja.
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