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dimanche 28 août 2011

El ocaso de los dictadores árabes

La chispa la prendió un suicidio. Al analizar el torbellino conocido globalmente como Primavera árabe -el derrocamiento en menos de un año de los tres gobiernos dictatoriales que durante décadas rigieron los destinos de Túnez, Egipto y Libia-, resulta conmovedor recordar que las raíces de dichas revueltas en pos de la democracia se asientan en la muerte de Mohamed Bouazizi, el joven tunecino que se quemó a la bonzo después de que la policía confiscase su puesto callejero de legumbres por carecer de licencia. El padre de la Revolución de los jazmines tenía solo 26 años; era un informático en paro, huérfano de padre y cabeza de una familia de siete hermanos, a quien los esbirros de Ben Alí golpearon, escupieron e insultaron por subsistir gracias a la venta ambulante sin permiso.
Su inmolación desató la revuelta popular que acabó con la huída del sátrapa  (Túnez ha fijado elecciones para el 23 de octubre) y, posteriormente, se extendió por la franja norte de África. Nadie habría podido imaginar que el sacrificio de Bouazizi inspiraría a toda una generación de jóvenes árabes, que a través de las redes sociales provocarían a su vez una vorágine de revueltas y movilizaciones en Siria, Yemen, Jordania y Bahréin; una especie de reverdecer democrático que parece apoderarse de Oriente Medio. ¿Puede entonces la Primavera árabe convertirse en el Año árabe? ¿Asistimos a un ocaso de las dictaduras en la región?
La cadena de protestas que azuzaron las esperanzas democráticas en esta zona del mundo se ha convertido en un amasijo de conflictos, crisis y graves problemas económicos. Los riesgos de contagio son reales, pero inciertos. En Egipto, donde actualmente gobierna una dictadura militar en transición, el Ejército en el poder parece buscar únicamente un lavado de cara, dado que fueron los propios militares quienes dejaron caer a Hosni Mubarak por las medidas reformistas que prometió a la población; Bahréin ya ha experimentado una contrarrevolución tras la represión desatada en febrero y marzo; en Jordania no parece que las protestas vayan a producir más que unas leves reformas; Argelia intenta calmar los anhelos de sus ciudadanos con los enormes ingresos que generan sus hidrocarburos y Marruecos apuesta por una sutil política de renovación.        
En primer lugar, la idea de que se puede tomar las calles para derrocar a un régimen como sucedió en Túnez y Egipto, se pone en duda en el caso de Siria, Yemen y Bahréin. Tomemos como ejemplo las protestas contra la dictadura de Bashar al Asad, al frente del país desde hace diez años tras suceder a su padre, Hafez al-Assad, quien dirigió el estado con mano de hierro durante tres décadas. 
“Lo que está pasando en Siria podría definirse como un stand-by: cada vez sale más gente a la calle pero también se ha intensificado la ofensiva del régimen. Alepo (la segunda ciudad del país, estratégica desde un punto de vista comercial) sigue estando al margen de lo que sucede en el resto del estado. Sin Alepo es difícil que la revolución llegue a buen puerto, pero en la ciudad hay demasiados intereses económicos y la burguesía comerciante no parece dispuesta a permitir disturbios, porque tiene intereses compartidos con prohombres del régimen. Mucha gente quiere tomar las calles, pero la presencia de las fuerzas de seguridad es asfixiante, algo parecido a lo que sucede en Damasco. Y el régimen, que sigue con su política de prometer reformas mientras despliega tanques en las ciudades,  no puede permitirse perder sus dos bastiones”, explica Naomí Ramírez Díaz, arabista investigadora de la Universidad Autónoma de Madrid.
Los ‘peligros’ de la democracia
El arduo camino desde la dictadura a la democracia no está exento de peligros, que Yemen ilustra a la perfección. Tras el inicio de las revueltas, el país, cuyo presidente Alí Abdalá Saleh permanece hospitalizado en Riad tras resultar herido en un atentado, corre el riesgo de sumergirse en una situación comparable a la de Somalia, es decir, convertirse en un estado fallido, dada la presencia en su territorio de grupos armados y de Al Qaeda. Aquí reside el principal peligro derivado de las revoluciones que sacuden el mundo árabe. En el ocaso de una dictadura militar, subraya Félix Arteaga, investigador principal de Seguridad y Defensa del Real Instituto Elcano, el periodo de transición hacia un sistema democrático siempre genera un vacío de seguridad.
“El periodo de transición debe conllevar una reforma del sector de la seguridad, una renovación de las instituciones militares, policiales y penitenciarias. Algunas dictaduras (Libia es un buen ejemplo) han utilizado el instrumento militar para sustituir al Estado, para mantener una cierta estabilidad. En la medida en que no se refuerce la gobernanza civil no se cubrirá dicho vacío de seguridad. Asimismo, el reparto de las instituciones, las cuotas de poder, debe realizarse bajo supervisión internacional. Necesitas instituciones que sostengan la gobernanza civil, y ese es un proceso largo si se quiere hacer con garantías: hay que filtrar quién forma dichas instituciones, hace falta dinero, tiempo y voluntad”, cuenta a El Confidencial.
Las dictaduras militares se sustentan, como en el caso de Siria, con una identificación alauita con las fuerzas de seguridad y el Ejército, que recurre al nombramiento directo en los puestos importantes para garantizar la lealtad. Para sostenerse, dichos regímenes necesitan un aparato extremadamente leal. “Los dictadores militares evitan incluso que haya grandes líderes militares, como en el caso de Libia. La identificación es personal en todos los estamentos: en Interior, en los cuerpos de seguridad, etc… Lo importante es cómo se reorganizará en Libia todo este aparato: hay que restablecerlo mínimamente, pero el proceso debe estar asesorado y filtrado”, indica Arteaga.
A pesar de todas estas incertidumbres, ciertos analistas no ocultan su optimismo sobre los logros de la Primavera árabe, que al menos ha convertido la democratización en cuestión clave para una región que parecía condenada a permanecer como un santuario de regímenes dictatoriales inamovibles. De todos los países inmersos en procesos de cambio, Túnez es, para los diarios árabes, el estado cuya revolución progresa de forma más cohesiva, con una diversidad de partidos (incluidos seculares liberales e islamistas) con ideologías diversas actuando sin conflictos extremos, aunque las reformas económicas avanzan con lentitud y la población clama contra la demora en los procesos judiciales a personas vinculadas con el régimen de Ben Alí. Parece que, después de todo, la muerte del joven Bouazizi regenerará un país que nunca le concedió nada.

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